domingo, 29 de octubre de 2017

Transformación

"Aquel año miramos a la muerte a la cara"

El otoño es una ráfaga de dorados desenvolviéndose como las hojas de un cuadernillo bailando un dibujo. Desde la ventana del cercanías una espiga arde y se escucha el caoba de las cortezas, seco y enrojecido.



En otoño el cuerpo hibernó. Se miraba mucho para adentro por no tener fuerzas para mirar hacia afuera. Un bicho bola en los surcos de una loseta azul. 
Las manos, vueltas de agua, no agarraban ni sostenían. Más adelante los pies se anquilosaron, los ojos se tornaron color miel, y, cerrados como los traías, saboreabas el dulzor lavanda propio de los sueños mecidos. Decían en el rellano que la luz fría, consecuencia del traspaso de estaciones, era cálida en las mañanas desangeladas. Los peces ya no iban a comer a tu ventana. Dos orugas de carne canela se instalaron en la parálisis de tus pies y treparon como un acordeón hasta el costado hinchado, donde hincaron sus mandíbulas y comenzaron a roer. Un ascenso de cosquillas, cada vez más gordas, cada vez más lentas, hasta la miel de las cuencas, que vaciaron de una sentada. Pero ya no hacían cosquillas, pensaste. Por aquel entonces, ya nada hacía nada. Ellas se dejaron adormecer con tu respiración de medio viva medio muerta, según el vaso que mire. Pasaron las mañanas de luz intrusiva, las noches de taquicardia y el olor a cera. Las orugas profundamente instaladas en tus cuencas.

El día que se me escapó el gato abrieron las alas dos mariposas en tu cara. Ya empezaba a clarear en el rellano. Se creyeron ellas tus ojos, conteniéndolo todo en un reflejo. "Parpadeas como las mariposas", le dije. Pero no me entendió hasta pasado un nuevo diciembre, cuando se le llenaron de miel los ojos otra vez, después de llorar un mar.