En el país donde no sale el sol en las salidas de metro hay
hombres morenos esperándote en moto, casi exigiendo una dirección. Un taxi
desairado lleno de aire, aire agradecido que tus pulmones aceptan a
regañadientes. En el país donde no sale el sol, donde fue a caer al sur del
sur, va andando a una fábrica de azulejo azul todas las mañanas. Se encuentra
con carros y mantas de verdura; zanahorias gigantescas, sandías diminutas.
Hojas largas y verdes con nombre sin traducción. Un reguero de ojos; ojos que
no la miran, ojos que se detienen para proseguir inmediatamente su curso y ojos
que deciden quedarse un buen rato. Hay margaritas blancas a los dos lados del
camino de piedra, y también algo parecido al jaramago (¿o es jaramago?), y ha descubierto
buganvillas enfrente del metro.
Edificaciones destartaladas y hoteles con
vestíbulos de oro, entradas a calles llenas de comida, de objetos de andar por
casa, paquetes brillantes de tabaco barato, puestitos con boniatos o fruta del
tiempo: piña pelada pendida de un palo ahogándose en un bote de plástico. Las
pequeñas furgonetas desfilan en standby, los pies sin diligencia asoman en sus
lunas sosteniendo un saludo descarado. Más caras intrigadas, labios que se
abren, cejas pinzadas. Coches enormes y limpios como patenas, carros de chapa y
tronco pilotados por jóvenes larguiruchos y risueños. Carretas de otros tiempos
tiradas por rostros de dátil, de uva pasa o de manzana oxidada.
La avenida
central es enorme, dividida por las obras del subterráneo, una serpiente blanca y robusta que oculta la otra orilla. En la boca del metro se ríen en cuanto la ven
llegar, le gritan y palmean las grupas de sus motos, divertidos. Todos a la
vez, todos los días, un jaleo que mantienen hasta que cruza del todo,
avergonzada y muerta de risa. Aquí no eres uno más, para bien y para mal, eres “de
afuera”, perteneces a otro mundo. Diferente hasta lo exótico. Tus facciones, tus formas, cómo
vistes, qué fumas. Luego les da igual, pierden rápidamente el interés exagerado
de los comienzos, la colocan en ese paisaje a unas horas, se hacen al traqueteo
de la mochila negra y del bolso al hombro, a la voz que canta desaforadamente inconstante en una lengua confundida con el inglés.
Fue a caer en una ciudad de
la que sólo conoce una casa, y ni siquiera ha bajado las escaleras para ver el
patio. Esa casa es desesperante demasiadas veces, divertida a diario, lenta,
muy lenta, hasta que de repente llega el remolino y hay que quedarse despierto
hasta tarde. Hay voces que riñen sin pelea en una sinfonía de tonos ascendentes
y precipitaciones mientras el montón de bolsas crece frente a la puerta: una
extensión de nata plastificada. Abajo en la cancela un cachorro se aburre panza
arriba.
Fue a caer en una fábrica al sur de la China y el sol salió un día. El
sol salió de entre sus cortinas de gasa, y se escondía, y decía cucu, y se
volvía a esconder. Ella entró en la habitación del gran ventanal al fondo y su
jefe del otro lado se giró para decirle: Meinü, tienes que estar muy
contenta, ¡hoy el sol ha salido para ti!.