Huele a
mar aquí, en tierras áridas ahora,
donde
hace poco había
un
continuo verde salpicado de flores.
Dueños de la sierra inmensa, reina de matices pardos,
el jaramago y la amapola entremezclados.
Huele a
mar aquí, tiemblo al sentir la arena. Pero el agua no la veo.
Saben
mis cabellos a sal,
sus trazas pintan carreras en mi piel.
Piel de sierra quemada,piel de sierra tosca y ahí clavada,
siempre indestructible al sol.
¿Tú también la hueles, como brisa de puerto limpio? Mas en silencio clavo mis pies en la tierra llana y dura, yerma como el corazón de la sierra. No retrocedo ni avanzo, ni vuelvo a preguntar.
Hundo mis pies aún más en la tierra, sangra la piel y sangran los huesos. Ni astillas ni dolor, no duele.
Nada duele
más.
Recuerdo
que en algún lugar de la inhóspita extensión tumbé mis sueños, te tumbé a ti. Recuerdo
que todavía era verde, verde del sur en verano. Opaco, áspero.
Mar,
mar, me riego con la imaginación mis piernas, que hasta las rodillas penetran la
tierra como azadones.
Como buscando antiguas raíces. Y yo, comenzando a entender, alzo mis brazos a
la luz.
Lo
que era carne se deshace en delgadas varas, lazos emergentes de madera. Mi cuerpo seco como tronco milenario,
un anillo por cada faro que atrás dejé. Yo, que me alimento de la libertad que
oculta el aire, voy creciendo con esa humedad salina. A la sombra de esta
sierra llega por fin el mar, quedando vencida, abandonándose a la arrasadora
bahía. Y yo me dejo vencer también, meciéndome salvaje, estrenando mi cuerpo de
olivo donde antes tierra baldía.